La Jornada viernes 15 de agosto de 1997

Carlos Fuentes
Besos y abrazos, muchachos

No es la primera vez que dos mandatarios surgidos del mismo partido --el PRM de los cuarentas, el PRI de allí en adelante-- no se quieren. La transición de Lázaro Cárdenas a Manuel Avila Camacho fue una luna de miel. Todos sabían (o creían saber) que las elecciones de 1940 las ganó

Juan Andrew Almazán, el candidato de la derecha mexicana, harta de las reformas del despectivamente llamado El Trompas. Que el tiempo haya convertido a Lázaro Cárdenas en el mejor y más respetado presidente de este siglo, no debe hacernos olvidar su impopularidad generalizada entre las clases medias y pensantes de México en 1940.

Cárdenas --él mismo me lo dijo un día--tuvo que optar entre la izquierda de Múgica y la derecha de Almazán para quedarse con el centro avilacamachista. El hombre de Jiquilpan entendía claramente una cosa: se venía encima la Segunda Guerra Mundial y en ella se jugaba el futuro de México. Ni la URSS ni el Eje: Avila Camacho era el aliado de los Aliados. La reunión con Franklin Roosevelt en Monterrey en 1943 --la primera entre presidentes de Estados Unidos y México desde el encuentro de Taft y Díaz en Ciudad Juárez en 1909-- consagró no sólo la alianza bélica, sino la cooperación de la posguerra.

--Porque no soy un Trujillo-- contestó el ex presidente.

Ni un Castro, podríamos añadir hoy. Cárdenas, en otras palabras, era un devoto del principio maderista de la No Reelección. Fue secretario de la Defensa Nacional con el presidente Avila Camacho y, sin duda, su presencia en el gabinete impidió graves violaciones a la soberanía nacional, como la exigencia norteamericana de pasar tropas por territorio mexicano entre Arizona y California.

Igualmente tranquila fue la transición Avila Camacho-Alemán. El ex gobernador de Veracruz fue el primero en apoyar la expropiación petrolera y, en el gabinete avilacamachista, fue el principal defensor de la soberanía mexicana durante la Segunda Guerra, hecho poco conocido pero que mi padre, funcionario de la Secretaría de Relaciones en la época, me confirmó: el presidente Alemán paró en seco toda tentativa norteamericana de desnacionalizar el petróleo, encargo de los embajadores Messars-Smith y Thurston.

Los mares fueron más borrascosos cuando Adolfo Ruiz Cortines --que contra toda especulación, fue siempre, desaparecido el ilustre Héctor Pérez Martínez, el candidato a la sucesión del por entonces, ya, PRI-- levantó un famoso dedo índice para fustigar los excesos de la administración alemanista. Adolfo López Mateos, en cambio, fue totalmente leal con su antecesor Ruiz Cortines, sin duda el presidente político más hábil surgido del PRI. En cambio, el sucesor de López Mateos, el siniestro Gustavo Díaz Ordaz, dio, desde el primer día, pruebas de sus características de inferioridad, ingratitud y saña contra López Mateos. ¿Por qué lo escogió López Mateos? ``Porque es el más servicial'', le dijo una vez su esposa, doña Eva, a mis padres en Roma. ``Se levanta para arrimarle las sillas a Adolfo''. Sí, Versalles a veces se llama Los Pinos. O Los Pinos se parece a Versalles.

Luis Echeverría estaba obligado a romper con Díaz Ordaz para superar el trauma de 1968. Liberó a los presos políticos --entre ellos, el gran Heberto Castillo-- pero su política de conciliación no concilió, ni convenció, ni sedujo a todos. A mí, nombrado embajador en París, a Víctor Flores Olea, nombrado embajador en Moscú, a Enrique González Pedrero, nombrado secretario general del PRI, sí, y también a Octavio Paz, que elogió a Echeverría por ``devolverle la transparencia a las palabras''. Todos salíamos de un trauma colectivo, Díaz Ordaz era nuestra pesadilla, queríamos exorcizar un regreso al clima de Tlatelolco.

El populismo de Echeverría no pudo cumplir todo lo que prometió y dio lugar al maravillismo quetzalcoático de José López Portillo: gracias al petróleo, todos íbamos a ser ricos. Acabamos más pobres que nunca y don Jesús Reyes Heroles resumió la experiencia fallida de la generación LEA-JLP como ``la docena trágica''. Echeverría fue satanizado por López Portillo, enviado a las antípodas y el PRI, sin embargo, siguió adelante, victorioso y chapucero, tan campante como el whisky Johnny Walker.

Miguel de la Madrid --diga lo que diga mi amigo Porfirio Muñoz Ledo-- impidió que se fuera a pique una nave de Estado que hacía agua por todos lados, inició un programa de recuperación económica y se lo heredó a su delfín Carlos Salinas de Gortari.

Con el presidente Salinas yo tuve relaciones personalmente cordiales pero políticamente adversas. José Córdoba me visitó una mañana para convencerme de las bondades políticas de una reforma electoral que, en nombre de la ``gobernabilidad'', le daba todas las ventajas al PRI. Me opuse a esa solución en nombre de una equidad democrática cuyos frutos, apenas, hemos visto en julio de este año.

Me opuse públicamente a casi todas las políticas de Salinas pero aplaudí su decisión de no exterminar a la guerrilla zapatista de Chiapas como pudo haberlo hecho en enero de 1994. En vez, envió a Manuel Camacho a negociar.

--¿Por qué? --le pregunté a Salinas, sabedor de las presiones que soportó para entrar a sangre y fuego contra Marcos.

--Porque fui un joven del 68 --me contestó el presidente-- y no quiero salir de la presidencia con las manos manchadas de sangre.

En otra ocasión, Salinas me hizo su promesa personal de que las elecciones de julio de 1994 serían transparentes. Lo fueron y Ernesto Zedillo llegó a la presidencia con clara legitimidad. ¿Por qué, entonces y a fondo, la pugna evidente entre los dos hombres? Sólo ahora sabemos que la transición de López Portillo a De la Madrid no fue tan tersa como imaginábamos. La de De la Madrid a Salinas lo fue. Los éxitos iniciales de Salinas enorgullecieron --me consta-- a De la Madrid, así como sus fracasos finales los ensombrecieron. Si alguien cree en la viabilidad del sistema mexicano, sujeto a todas las reformas, es Miguel de la Madrid, el priísta más convencido y constructivo que he conocido.

Salinas, en cambio, creyó que podía imponerle al PRI y al gobierno una permanente personalidad neoliberal --moderna, globalizante y sin embargo ``solidaria'' en la concepción del hoy detestado ex presidente--. Ese odio generalizado tiene tres motivos. El más grave es el sentimiento de desilusión y de engaño. Salinas prometió el ingreso de México al primer mundo y nos dejó más hundidos que nunca en el tercer mundo. Creó expectativas gigantescas que se derrumbaron a lo largo del fatídico año de 1994. El segundo es el famoso ``hermano incómodo'', Raúl. Mientras el asunto ``Raúl'' no se aclare, la presidencia histórica de Carlos está condenada al infierno de la sospecha. Y la tercera razón --como en las sucesiones de Díaz Ordaz a Echeverría, de éste a López Portillo y de López Portillo a De la Madrid-- es la vieja regla política de culpar al pasado por los pecados del presente.

La política económica de Ernesto Zedillo es la misma de Carlos Salinas. Esto no puede ser motivo del desacuerdo tremendo entre los dos. Podemos especular sobre lo que Salinas le reprocha a Zedillo y lo que Zedillo le reprocha a Salinas. Error de diciembre de por medio, creo que Pedro Aspe y Jaime Serra Puche aún tendrían mucho que decir al respecto.

Pero lo que quiero subrayar ahora es que después del 6 de julio, un nuevo sol político ilumina nuestro horizonte. El partido del presidente, el PRI, ya no cuenta con mayoría absoluta y aprobación automática en el Congreso. No sé cuál sea el destino del PRI, aunque lo discutiré en un artículo próximo. Pero, perdedor en algunas urnas --no en todas-- aunque subsistente, por ello mismo, en la democracia, ¿puede el PRI sobrevivir si se perpetúan las pugnas entre sus figuras más representativas, los presidentes y ex presidentes priístas de una república que ya no es, absolutamente, de ese signo partidista?

Hago una reflexión. No pido una reconciliación. La justicia debe seguir su curso. Si Raúl Salinas es culpable, que se le juzgue y se le condene. Falta demostrar las culpas de Carlos Salinas de Gortari. ¿Abuso, complicidad, desidia, patrimonialismo weberiano, laissez faire, nepotista? Si hay culpa, que se pruebe. Si no, que cese la pugna entre Zedillo y Salinas, no para fortalecer al PRI, Dios me libre, sino para aclarar una vida democrática que se nos presenta, después de la euforia de julio, nubosa y problemática. No quememos, en otras palabras, la pólvora en infiernitos. Bastantes purgatorios nos esperan. La prioridad de la nación no puede ser la mala sangre entre Carlos Salinas y Ernesto Zedillo. Por lo demás, en un régimen de alternancia como el que se avecina, todas estas historias serán siempre interesantes y hasta entretenidas, pero no importantes. Los presidentes surgidos del PRI han tenido que demostrar que son independientes del Gran Dedo que los escogió. Un presidente surgido del PAN o del PRD ya no tendrá ese siciliano problema.