La persistencia del conflicto bélico entre Rusia y Ucrania está teniendo consecuencias directas sobre el precio y disponibilidad global de alimentos que anticipan una crisis alimentaria global con graves repercusiones sociales para el mundo. No es ningún secreto que buena parte de la producción mundial de maíz, cebada y trigo proviene de dichos países, y que la mayor parte de los fertilizantes necesarios para el cultivo están en Rusia y Bielorrusia. En su último reporte, el Departamento de Agricultura de Estados Unidos, estimó que en 2022 el precio de los cereales y productos de panadería subirán entre 3 y 4 por ciento; las aves de corral entre 6 y 7 por ciento, la carne de res 3.4 y las frutas y vegetales entre 3 y 4 por ciento. Todos los rubros relevantes considerados en el reporte presentan incrementos considerables.
Desde la invasión rusa, los precios globales del trigo subieron 22 por ciento, la cebada, 33 y de algunos fertilizantes, 40 por ciento. El entorno de altos costos detonado por la pandemia de covid-19, la política expansiva de la Reserva Federal de Estados Unidos, el incremento de la cotización de los energéticos, así como los desastres naturales, tenderá a agravarse en tanto el conflicto europeo persista.
Los expertos prevén que la situación empeorará debido a la rapidez del incremento de los precios de alimentos, petróleo, fertilizantes, gas, y metales, lo que anticipa una catástrofe no experimentada desde la mitad del siglo pasado.
Mientras las plantas de fertilizantes en Europa, reducen su producción significativamente, China enfrenta su peor cosecha de trigo debido a las fuertes inundaciones. La presión ocasionada por la necesidad de alimentar a mil 400 millones de personas ha empujado al país asiático a considerar la compra de una fracción mucho mayor del menguante suministro global del cereal, y es una presión extra.
La pandemia nos legó un incremento de 18 por ciento en el hambre global. De hecho, de acuerdo con la Organización de Naciones Unidas (ONU), la décima parte de la población global, esto es, 811 millones de personas, la padecen hoy.
Antonio Guterres, secretario general de la institución, ha sido muy claro al respecto, la guerra, puede convertirse en un “huracán de hambre y el colapso del sistema alimentario mundial”. Países como Burkina Faso, Egipto, República Democrática del Congo, Líbano, Libia, Somalia, Sudán y Yemen, algunos de los cuales ya experimentan crisis alimentarias, importan alrededor de 50 por ciento de su trigo de Ucrania o Rusia. A este respecto, cabe recordar que los mexicanos consumen 33.5 kilos per cápita de pan al año. El trigo ruso y ucranio no es fácilmente remplazable. Las existencias están comprometidas en Estados Unidos y Canadá; Argentina está limitando sus exportaciones mientras los envíos desde Australia ya están a tope de capacidad.
La guerra también amenaza con producir otro impacto a largo plazo para los mercados de alimentos: la escasez de fertilizantes. Rusia es el exportador más grande en la materia, (15 por ciento). Este mes, detuvo los envíos mundiales. Las sanciones también han afectado al aliado ruso, Bielorrusia, uno de los principales productores de fertilizante de potasa, crucial para cultivos, como la soya y el maíz; además, los productores europeos de fertilizante anunciaron que reducirán o detendrán la fabricación por los altos precios de la energía.
El principal productor de soya, Brasil, compra casi la mitad de su fertilizante de potasa a Rusia y Bielorrusia. Sólo le quedan tres meses de reservas.
Brasil vende la mayor parte de su soya a China, que utiliza gran parte de la cosecha para alimentar al ganado. Una soya más escasa y cara podría obligar a los ganaderos a recortar ese tipo de alimentación, lo que supondría vacas, cerdos y pollos más pequeños, y precios de carne más elevados. A lo que hay que sumar las consecuencias ecológicas de la tala indiscriminada en el territorio amazónico para abrirle paso a los cultivos de la leguminosa.
Flanco político
El aumento de los precios y el hambre también podrían abrir un nuevo flanco político a la guerra, alimentando el encono contra Rusia y las exigencias de intervención internacional, o bien, incrementando la frustración contra las sanciones occidentales que están obstruyendo el paso de los alimentos y los fertilizantes.
Históricamente, el alza de los precios de los alimentos ha sido un detonador de movimientos sociales y políticos en países pobres y de ingreso medio, muchos de los cuales subsidian alimentos básicos, como el pan, buscando evitar ese tipo de conflictos. Difícilmente, las economías de países emergentes contarán con los recursos necesarios para hacer frente al fenómeno.
Bajo un escenario de conflicto generalizado por la hambruna, los países de ingreso medio con pocas capacidades de defensa cibernética serán vulnerables a ataques orientados a afectar sus industrias esenciales o incluso agravar más el malestar social mediante las redes.
Evitarlos, por lo tanto, requiere de esfuerzos de coordinación internacional de dimensiones pocas veces vistas. Resulta necesario implementar una especie de Plan Marshall que atienda la crisis alimentaria por venir, al tiempo que se llevan a cabo negociaciones para poner fin a las hostilidades. De no atender este problema, los efectos de la crisis alimentaria serán exponenciales, duraderos y de amplias consecuencias. ¿Estarán los liderazgos globales a la altura de las circunstancias? ¿Podrán Estados Unidos, Reino Unido, Francia y Alemania ampliar su visión y abandonar las querellas domésticas?