Política
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Nuestra vieja y nueva política exterior
D

esde que los gobiernos emanados de la revolución mexicana empezaron a relacionarse con el exterior, fueron estableciendo unos cuantos principios básicos que normaron durante mucho tiempo tanto la conducta de cada uno de los diplomáticos mexicanos en el extranjero como las directrices mismas de la propia Cancillería.

Destacaron en tiempos remotos personajes como Isidro Fabela, Genaro Estrada, Narciso Bassols y, poco después, Jaime Torres Bodet, quienes le dieron a nuestra política exterior un sello que, además de ser motivo de orgullo de la nación entera y un legítimo motivo para presumir, dio por resultado la salvación de muchísimas vidas humanas, asaz valiosas en su mayoría, así como proporcionar cobijo seguro y un hábitat razonablemente cómodo a tantos y tantos perseguidos de muchísimas partes. El derecho de asilo era en verdad un motivo de presumir para los mexicanos y de gratitud para los perseguidos que fueron acogidos por nosotros.

Hablar de México durante muchos años, en el ámbito internacional, era referirse también al derecho de autodeterminación de los pueblos y la no intervención en los asuntos internos de las naciones, la solución pacífica de las controversias, en fin: el respeto al derecho ajeno.

Hasta fines de los años ochenta me tocó incluso sentirlo en carne propia, en diferentes campos, México era un país muy respetado en el ámbito internacional.

Al comenzar los noventa la burra empezó a torcer el rabo y cada vez fuimos de mal en peor, para que culminara la degradación gracias al presidente Vicente Fox cuando, incluso, por andar de barbero con la derecha española de marcada tendencia fascistoide, cometió la atrocidad de entregarle gente que se había asilado en México en años anteriores. No pienso en los republicanos, por supuesto, sino enemigos modernos de la dictadura. Algunos de ellos, lo cual fue en verdad monstruoso, ya tenían la nacionalidad mexicana e hijos nacidos aquí.

La mata siguió dando echando a perder el prestigio anterior y perdiendo del todo la dignidad hasta que, un buen día, gente de ideas antiguas volvió a encargarse de las relaciones exteriores. Quien hacía cabeza era un tal Marcelo Ebrard y se empezó a recuperar la dignidad. Recuérdese que, por ejemplo, gracias a México y Uruguay, no se cometió el atentado de la OEA contra Venezuela, entre otras cosas...

Y la mata ha seguido dando, aunque tantos años de neoporfirismo dieron pie a que se incrustaran muchos indeseables en el servicio exterior mexicano, que no es fácil erradicar porque ya sentaron plaza, pero al menos en terrenos que conozco hay consulados como el de Barcelona en los que resucitó la dinámica y la dignidad.

Doña Alicia Bárcena substituyó a Ebrard y mantuvo el mismo ritmo, de manera que, desde afuera, casi no se notó la permuta. Antes bien, cobró nuevos bríos.

Todo parece indicar que será sucedida por otra carta excelente: Juan Ramón de la Fuente, después de un intenso entrenamiento en la Organización de las Naciones Unidas, donde también se hizo sentir que México volvía a las andadas, de manera que las esperanzas de que los viejos y nuevos principios sigan campeando en el edificio que se llama Tlatelolco, aunque se halle en la avenida Juárez.

Mi admirado Juan Ramón, para colmo, tiene la experiencia de haber capitaneado con mano firme y sabia un monstruo llamado UNAM y lo hizo muy bien. No me cabe duda de que su gestión resultará también para la recuperación cabal del prestigio que México tuvo antaño.

Dicho de otro modo, doña Claudia, para mí, empieza con el pie muy derecho.