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¡Somos nosotros!
S

i la economía no es, entonces está peor: somos nosotros quienes, por acción, omisión o arrogancia, hemos llevado a la sociedad al borde de un abismo de desempleo del que no hay memoria. Y no la hay porque nunca habíamos sido tantos ni tan urbanos, ni con tantos jóvenes; y es esta mezcla la que nos pone en las orillas, y de rodillas, de acontecimientos extremos, por graves y demoledores no sólo de la economía sino del conjunto del tejido social que da sentido y sostén a nuestra convivencia como república.

Un hecho social total se califica la circunstancia en las ciencias sociales latinoamericanas. Así de grave está la cosa y las estimaciones recientes del Banco de México lo confirman descarnadamente, a pesar de lo aséptico que quiera ser su numerología. La actividad económica puede sufrir este año una caída superior a 8 por ciento; a modo de consolación, el banco nos dice que el declive podría ser menos grave, en torno a 4 por ciento, pero también por encima de 8 por ciento pero inferior al mencionado antes.

De la incertidumbre ante el vuelco del mundo, el mercado o las bolsas de valores, pasamos a la duda desnuda sobre lo que en lo inmediato nos va a pasar a los humanos en lo que sigue siendo la base de nuestro sustento: el empleo pagado, formal o no. Según Banxico, este comportamiento económico tendrá impactos negativos inevitables sobre el empleo que, también este año, podría registrar una pérdida superior al millón de puestos. Esta estimación no considera la ocupación informal, en la que se refugia más de la mitad de la fuerza de trabajo y, con seguridad, una mayoría de los jóvenes que dominan el mercado laboral mexicano en sus diversas modalidades.

Sobrio como siempre, el banco central no puede ocultar su preocupación que, sin abuso de la hipérbole, se torna angustia cuando trasladamos sus cifras y proyecciones a la calle. Aquí sí que el juego con la relatividad a que intrigantemente se ha dado el Presidente llega a su nivel de ineficiencia.

Todo es relativo, se nos dice, y nuestras cifras de contagiados y muertos no son tan malas como las de otros países. La economía caerá, como las del resto del mundo, pero no tanto como lo habían anunciado algunos pronosticadores fifíes. Y así hasta llegar a la cosecha de aguacate en Uruapan, que seguramente será menor que la del año pasado, pero mejor que la de Florida.

Querer usar o abusar de la regla de tres al referirse al empleo, la enfermedad y la muerte, es un despropósito. Un empleo perdido es un sueldo que se deja de ganar y un consumo que se debe reducir. Un enfermo no vale más ni menos que otro, mucho menos si hablamos de decesos: una persona muerta es una pérdida absoluta, como absoluta es la vida, si además queremos hacer honor a la benemérita tradición de la economía moral que el Presidente presume es la que inspira su novísima política económica.

Estos criterios, por elementales que puedan sonar, no contaron para las elaboraciones presupuestarias para 2019 ni para este año. Ahí privó un elemental cálculo contable que, a pesar de sus evidentes descalabros, sigue contaminando algunas de las mejores mentes. Rechazar el gasto deficitario, por la carga que implicaría un pago de intereses mayor por el endeudamiento extra, es hacer caso omiso de la experiencia internacional, o desconocerla, y magnificar una sola y malograda experiencia mexicana. Y, lo peor, no hacerse cargo de lo que se deja de hacer por no endeudarse.

En Estados Unidos se inició la segunda posguerra con una deuda mayor que su producto interno y luego se pagó porque la economía creció sostenidamente por muchos años y eso fue lo que permitió al Estado recaudar más, pagar los intereses y no afectar el resto de sus servicios que vivían una expansión sin precedentes. Clinton heredó del partido del orden de Reagan y Bush, una deuda espectacular que pagó gracias a la ola de crecimiento económico que su gobierno impulsó. Y el descalabro mexicano de los ochenta no tiene explicación suficiente si no se consideran las decisiones de política monetaria de Estados Unidos, que elevaron su tasa de interés y encarecieron la deuda externa de prácticamente todos los países en desarrollo, hasta llegar a un momento donde, sin acuerdos adicionales como los del Plan Brady, el mundo hubiera enfrentado una hecatombe financiera más devastadora que la que se vivió después en 2008-2009.

No hay sucedáneos racionales hoy al financiamiento deficitario. Recortar hasta el hueso al sector público, afectando los servicios generales, la investigación, la educación y, en un descuido, de nuevo a la salud, es contraproducente y dañino para una buena parte de las comunidades y no se puede subsanar con transferencias menores y restrictivas. El recorte no es sobriedad ni austeridad y sí puede tornarse tablajería en vez de cirugía.

No pagar intereses por la deuda existente no parece viable, pero si lo fuera no asegura que esos ahorros fueran suficientes para llenar los huecos actuales y los que vendrían. En los años veintes del siglo pasado Narciso Bassols, ante las rebeliones y alzamientos campesinos descontentos con la revolución, clamaba por toda la tierra y pronto. Y agregaba: (no hacerlo) equivale a tanto como ser reaccionario puro o apóstata, si alguna vez se estuvo con los de abajo (Aguilar M. A., “ Preámbulo a Narciso Bassols, México, FCE, 1964, p. 53).

Habrá que replicar su proclama y exigir todo el gasto necesario y pronto, sin melindres ni infantilismo y con la firmeza necesaria en la cúpula del poder para contagiar a la del dinero.

Si a estas decisiones les sigue una ronda histórica para preparar una reforma fiscal para el año próximo, puede asegurarse, desde ya, que la deuda podrá pagarse y el crecimiento, aunque sea lento, retomarse. La cosa seguirá mal, pero nosotros habremos hecho algo por resistir y reivindicarnos.