esde hace décadas se instaló en México la posibilidad legislativa, convalidada judicialmente, de establecer grupos de infractores que requieren un tratamiento especial: el enemigo. La delincuencia organizada ha sido sujeto de medidas, que en organismos internacionales se ponen en discusión, como arraigos, cateos, intromisiones policiacas sin orden judicial y más. Cada administración tiene su enemigo y busca atacarlo con los pocos o muchos recursos disponibles: si el ejército no funciona, se llama a la marina; si los jueces penales tienen mucho trabajo, se crean los jueces de cateos y arraigos; si los medios mecánicos son lentos para obtener esos cateos, se crean medios electrónicos para solicitarlos, etc.
Hoy, el enemigo no está afuera del Estado. Ya no es necesario atacar a la delincuencia. Se propone regresar al ejército a los cuarteles; no se habla del cobro de impuestos a los empresarios antes llamados voraces, que pagan contribuciones ínfimas, cuando pagan; con la supuesta amnistía delincuencial, ciertos criminales pasan a segundo término: el nuevo reto es lidiar con los trabajadores del estado con ingresos altos, con única referencia al salario presidencial. Se les representa como la ineficacia estatal que ha impedido que millones de mexicanos tengan una vida digna, se implica con los señalamientos de abuso y corrupción. Con lo que dejen de percibir los altos mandos burocráticos alcanzará para repartir ese bienestar que hoy suplanta al estado de la seguridad. Las muertes de miles de burócratas (soldados, policías, ministerios públicos, jueces, magistrados, etc.) y los millones de víctimas fueron errores estatales por mirar en la dirección equivocada.
La avanzada contra los sueldos altos y otros abusos presupuestales deja de lado factores inobjetables de la ineficacia estatal: la falta de controles reales sobre la gestión burocrática, a todos los niveles; la nula sensibilidad política respecto de los grupos vulnerables; la falta de una planeación que pase del estado asistencial, paternalista, a uno que obligue al ciudadano a tomar un papel activo en el desarrollo propio y de su comunidad. Las votaciones y referéndums limitan cómodamente la participación ciudadana a un momento: después sólo queda exigir los premios prometidos.
Reducir salarios tendrá efectos directos en la calidad de los servicios estatales y en los perfiles de los actuales y futuros funcionarios. Nadie querrá ser señalado como el causante del ausente bienestar social por cobrar un salario fijado por otros, en un largo procedimiento legislativo-presupuestario aprobado por integrantes de todos los partidos. ¿Qué gobernante tendrá la calidad moral para apuntar al ciudadano y reclamarle su inmovilidad generacional, su corresponsabilidad en las decisiones gubernamentales por absoluta omisión en su vigilancia y reclamo de ineficacia por medios reales? ¿Cómo competirán en calidad los burócratas mal pagados contra la iniciativa privada y su ejército de asesores y abogados sobradamente bien pagados? ¿Cómo atraer a los jóvenes talentos a incorporarse a una burocracia mal pagada y vapuleada?
El discurso legitima la propuesta legislativa. La ley legitima la acción. Con el enemigo señalado, se conmina al ciudadano a que lo ataque, lo vigile celosamente, lo culpe; en lugar de mirar a sí mismo. El derecho del enemigo mezcla la defensa con la venganza. La mayor dificultad es asumir que esos enemigos, alternados por décadas, tienen raíces en las víctimas y sus gobernantes.