A un mes: sistema en ajuste // AMLO y Morena: superpoderes // Peña: plácido retiro virtual // ¿Ganaron los ciudadanos?
un mes de una histórica elección, la realidad política y económica va ajustándose, a tropezones y a veces con aturdimiento, a la nueva conformación de poderes que se derivó de una votación apabullante contra el sistema vigente y, en particular, contra la forma de gobernar (más bien, desgobernar) de Enrique Peña Nieto y su deplorable gabinete.
Del uno de julio emergió un Andrés Manuel López Obrador sumamente poderoso, con la Presidencia de la República adquirida en las mayores condiciones de legitimidad de la historia posterior a la Revolución Mexicana, con una mayoría en las cámaras del poder legislativo que significa una virtual capacidad aritmética (necesitada de agregados fácilmente adquiribles) de reformar la Constitución y las leyes casi al gusto, y una extendida presencia en todo el país (incluyendo el norte, tan reacio en otras elecciones a brindarse hacia opciones de izquierda
), con congresos estatales morenizados que colocarán a los gobernadores de otros partidos bajo una vigilancia nunca antes vista y en una precariedad operativa también desconocida.
El mapa político nacional fue tomado como nunca por un partido: Morena es ahora hegemónico, mientras el resto de los partidos fueron reducidos a expresiones minoritarias, tragicómicas en algunos casos. Acción Nacional queda maltrecho y dividido y, en esas condiciones, constituye la principal fuerza opositora formal, sin visos de superar en el corto y mediano plazos sus pleitos internos (Ricardo Anaya ni siquiera ha dado la cara, luego de su gran derrota). El Revolucionario Institucional busca refundarse, con nuevo nombre, colores y proclamas, hundido por el peñanietismo electoralmente tóxico y la tecnocracia que quiso asaltar el poder (José Antonio Meade tampoco ha dado la cara, más que en fotografías vacacionales en Internet, deseoso de instalar un despacho particular de consultorías). De la morralla (que incluye al Partido de la Revolución Democrática), ni hablar: quedaron peor.
La elección, que tantos vaticinios inquietantes había generado, disolvió el suspenso apenas a unas horas de haberse cerrado las urnas: Meade, Anaya, el consejero presidente del Instituto Nacional Electoral y el postrero ocupante de Los Pinos desfilaron ante cámaras y micrófonos para reconocer la victoria del tabasqueño, quien se apersonó en Palacio Nacional el martes siguiente para formalizar una transición de terciopelo, que representó para el ganador (AMLO) la posibilidad de asumir de inmediato una centralidad política y declarativa que ha ejercido a plenitud y, para el funcionario que dejaría el cargo casi cinco meses después de aquel encuentro en Palacio (EPN), la oportunidad de practicar una tranquila salida de escenario que ha ido atemperando el enojo social en su contra, casi un adelanto de su plácido retiro a casa luego del próximo uno de diciembre.
Ganaron López Obrador y Morena, sin duda alguna. Pero tal vez el principal ganador haya sido el votante que decidió ir a las urnas a propiciar un cambio sustancial en el país, entregando a aquel candidato y a ese partido un poder descomunal, suficiente para intentar reformas de fondo al sistema, pero aún no se sabe si suficiente para vencer las resistencias de ese entramado de complicidades que puede dar un paso a un lado o hacia atrás, pero en espera de restauración de lo que no ha funcionado y no de transformaciones revolucionarias.
La mayoría ciudadana que triunfó en las urnas habrá ganado en la realidad política si es capaz de apoyar e impulsar a fondo los planes de restauración presentados por López Obrador (aunque varios de esos planes, y la designación de responsables de su ejecución, van produciendo polémicas tempranas y desgaste anticipado) y, en particular, si es capaz de combinar ese apoyo con una vigilancia crítica de lo que se vaya cumpliendo o incumpliendo.
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