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Un encuentro en el que
R. Aída Hernández Castillo Llego al Caracol Zapatista IV Morelia, “Torbellino de Nuestras Palabras”, en la región que la geografía oficial llama Altamirano, Chiapas, el 7 de marzo del 2018, después de haber pasado un mes en Sinaloa trabajando con madres de desaparecidos. El dolor de esas mujeres se había convertido en un dolor de rodilla que me subía por la espalda, como un grito de desesperanza. Las historias de violencia extrema, cotidiana e impunidad que me han compartido las “Buscadoras”, me había llenado de pesimismo que va desapareciendo en los tres días que las zapatistas nos reúnen a compartir saberes y experiencias. Unas fuentes dicen que somos cinco mil, otras que siete mil, no sé el número, pero nunca había estado rodeada de tantas mujeres guerreras, tan diversas, llenas de una energía femenina que cura el cuerpo y alegra el espíritu. Como dicen las zapatistas en la clausura: “En lo que hubo acuerdo fue en que fuimos un chingo”. Las mujeres zapatistas nos reciben en la entrada del Caracol pasando una valla que tiene dos letreros gigantescos: “Bienvenidas Mujeres del Mundo” y “Prohibido Entrar Hombres”. Si bien en la convocatoria se había anunciado que los hombres que asistieran estaban invitados a cocinar, no habíamos entendido, hasta nuestra llegada, que el espacio físico entre mujeres participantes y hombres cocineros estaría separado. Ellas dejaron claro desde el inicio que querían un espacio propio, fuera de la mirada de los hombres: “Pensamos que solo mujeres para que podamos mirar, fiestear, sin la mirada de los hombres, no importa si son buenos hombres o malos hombres. Lo que importa es que estemos solo mujeres, mujeres que luchamos.” Quienes hemos acompañado por más de 24 años la lucha de las mujeres zapatistas, nunca habíamos presenciado un encuentro multitudinario exclusivamente femenino. Cuando en septiembre de 1997 se hizo la marcha de los 1111 pueblos zapatistas, estos fueron representados por parejas formadas por un hombre y una mujer. Sylvia Marcos, en sus escritos sobre el concepto “dualidad” en las cosmovisiones mesoamericanas, y Margara Millán, al abordar “lo parejo” en el mundo tojolabal, nos habían ayudado a entender por qué en el mundo zapatista las mujeres se movían en pares con sus esposos, hermanos, maridos. Sin embargo, ahora lo parejo fue que ellos cocinaran al otro lado de la valla. Una nueva generación de mujeres zapatistas, que nacieron dentro de los proyectos autonómicos, le está dando un nuevo sentido a “lo parejo” y esto quedó claro en sus discursos y prácticas a lo largo del evento.
Somos diferentes, pero somos iguales
La diversidad de mujeres que confluimos se deja ver en la ropa, los cuerpos, el color de nuestras pieles, los temas que aparecen en las lonas que cuelgan en las entradas: “Mujeres en lucha contra el neoextractivismo”, “Por un feminismo descolonial transnacional. Lecciones desde Palestina”, “Ronda de saberes sobre plantas medicinales”, etc. Las dos mil zapatistas que asisten representan a distintas generaciones, hablan distintas lenguas mayas, mayoritariamente: tzotzil, tzeltal, tojolabal y chol, son milicianas, bases de apoyo, videoastas, profesoras, médicas tradicionales, productoras de café orgánico, integrantes de las Juntas de Buen Gobierno. Así lo anuncia la insurgenta Erika, capitana de infantería en su discurso inaugural: “Somos diferentes, pero todas somos mujeres (…) La violencia y la muerte nos hace a todas iguales”.
Las actividades del 8 de marzo están todas a cargo de las representantes de los cinco Caracoles, que desde meses antes venían planeando obras de teatro, presentaciones musicales y discursos. Su palabra y la energía política que ésta transmite es nuestro mejor regalo en el Día de la Mujer. Los discursos, se nos explica, son el resultado de un trabajo colectivo que teje la memoria de distintas generaciones. Se trata de un estilo narrativo original, porque la voz que enuncia va cambiando de sujeto y de momento histórico en el transcurso del texto. Eso que en la teoría feminista llamamos interseccionalidad, la intersección de opresiones y resistencias que marcan la vida de las mujeres, y queda claramente descrita en las historias narradas en los discursos colectivos. Algunos empiezan contando la vida de las mujeres zapatistas que nacieron y crecieron antes del movimiento, cómo sufrieron racismo y explotación económica cuando trabajaban limpiando casas de mujeres ladinas en San Cristóbal, cómo vivieron el desprecio por ser indígenas al acercarse enfermas a los hospitales de la ciudad sin hablar español, cómo vivieron el machismo de los hombres que las excluían y no les daban valor. Luego esa misma voz se convierte en la mujer zapatista que se empezó a organizar en la clandestinidad, a estudiar y entender que había que luchar para cambiar las cosas. Entonces nos describen la violencia de la militarización, ahora es la voz de la mujer que creció al principio de la guerra: “escuchando a los soldados diciendo chingaderas a las mujeres, solo por ser mujeres, pero aprendimos a defendernos en colectivo. Aprendimos que nos podemos defender y que podemos dirigir. No fue solo discurso, en verdad tomamos las armas y enfrentamos al enemigo, y dirigimos a los hombres, aunque no teníamos estudios sí teníamos mucha rabia, mucho coraje de todas las chingaderas que nos hacen.” La narración cierra con la historia de la mujer zapatista que creció en el contexto autonómico, donde las escuelas y las clínicas promueven los valores zapatistas de respeto a las mujeres, ahí la joven base de apoyo termina diciendo: “Vi que donde antes solo podía morir por ser indígena, por ser mujer, ahora construíamos otro camino de vida, de libertad”. Cada Caracol nos comparte su historia colectiva, a varias voces, haciendo recuentos de agravios y resistencias. Todas enfatizan que no era solo el capitalismo que las había oprimido, sino también el “chingado patriarcado”. Esta denuncia violenta del patriarcado, de su marca en nuestros cuerpos y en nuestras vidas es algo nuevo que no había encontrado en los discursos de las zapatistas del pasado, quienes sí lo describían en detalle, pero no lo nombraban, ni lo insultaban. Ahora nos dicen que “es lo moderno del pinche sistema capitalista que nos está matando, que tiene la cabeza y el cuerpo del pendejo patriarcado.” Esta violencia verbal de las nuevas generaciones es la fuerza de una indignación que ha crecido con la conciencia de que otros mundos son posibles. En sus discursos nos dicen que en este encuentro podemos escoger competir para ver quién es la más “chingona”, tiene la mejor palabra, es la más revolucionaria, o “podemos escucharnos y hablarnos con respeto como mujeres de lucha que somos… y así alimentar las luchas que cada una tenemos donde estamos”. Su llamado a la solidaridad entre mujeres, me hace voltear a ver a mis compañeras de trabajo, amigas y cómplices con quienes he venido: Mariana Mora, Rachel Sieder y Carolina Robledo. Confirmo lo privilegiadas que somos de haber podido construir comunidad en un mundo académico que promueve la competencia. Las obras de teatro también son creaciones colectivas, y nos presentan historias de violencia y resistencia que viven las mujeres dentro y fuera de territorio zapatista. Las escenografías daban cuenta del tiempo y la dedicación que pusieron en la planeación del evento, un helicóptero de cartón casi de tamaño real es utilizado en la representación que denuncia la violencia militar. Mientras en los escenarios las jóvenes zapatistas representan a las mujeres ladinas con vestidos forrados que bailan a ritmos de música en inglés, despreciando a mujeres indígenas que van con trajes tradicionales, abajo entre el público las mujeres mayas de Guatemala realizan un ritual de agradecimiento a la Madre Tierra. Contrasta el lenguaje corporal de las jóvenes zapatistas y su denuncia a la violencia del racismo en la obra y el lenguaje ritual de las mujeres mayas que desde el público oran y bendicen los trabajos que iniciamos. Distintas maneras de ser mujer indígena, de luchar y de resistir. Somos diferentes, pero somos iguales. A la distancia, en un templete paralelo, María de Jesús Patricio, Bettina Cruz, Osbelia Quiroz y otras integrantes del Concejo Indígena de Gobierno, observan respetuosamente las representaciones de sus hermanas zapatistas. Me acerco a saludar y le pregunto a Marichuy si va a tener alguna intervención. Me responde, con esa voz dulce y pausada que la caracteriza: “Aquí somos invitadas, mi voz es colectiva y hablaremos cuando sea tiempo de hablar. Tienes que aprender a ser paciente”. Me apenan mis estilos norteños, y recuerdo que los tiempos de los pueblos no son siempre los tiempos de quienes vamos corriendo y tropezando por la vida. El día cierra con bailes y cantos en donde los ritmos de la música colombiana de los Batallones Femeninos, dirigidos por Ochy Curiel, se combinaban con las cumbias y los ritmos de percusiones que fueron saliendo de las casas de campaña. Las zapatistas dejan a un lado su timidez y sacan a bailar a las estudiantes urbanas, a las mayas de Guatemala, y a otras zapatistas, unidas todas por la felicidad de estar juntas y celebrar la vida.
Diálogos de saberes desde distintos registros
Los días siguientes son una vorágine de eventos: mesas redondas, proyecciones de documentales, talleres, clases de yoga, encuentros deportivos. El día 9 me dirijo a mi primer Taller de “Feminismo Descolonial: Agujereando el sistema colonial y creando alianzas subalternas”, que ofrece el Grupo Latinoamericano de Estudio y Acción Feminista. Carmen Cariño nos explica que han cedido el espacio para que las compañeras hondureñas nos hablen de la lucha de Berta Cásares, de su vida de resistencias y su muerte en la impunidad. Hay un poco de desencanto ante el cambio del programa, sin embargo, la vida de Berta era en sí misma una práctica constante descolonizadora del feminismo y de las luchas sociales. Melissa Cardoza nos cuenta cómo Berta enfrentó el machismo al interior de la organización y a los megaproyectos que pretendían despojar al pueblo lenca de sus tierras mediante 49 proyectos hidroeléctricos, y de cómo trabajó por crear espacios de respeto hacia la diversidad sexual. A partir de que Berta se convirtió en la primera mujer coordinadora general del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (Copinh), se creó la oficina de Diversidad Sexual, en donde se discutían los derechos de la comunidad LGBT indígena. Un espacio que ninguna otra organización indígena del continente tiene.
Ante tantas opciones, me quedó en una sala en donde se aborda la violencia penitenciaria hacia las mujeres. Escucho a las mujeres mapuches hablar de la Ley Anti-Terrorista y la criminalización de sus pueblos. Nos comparten la experiencia de la Machi Francisca Linconao, una guía espiritual mapuche a la que se le han creado cargos falsos por homicidio, después de que en el 2008 interpuso un recurso de protección por tala ilegal de árboles contra unos latifundistas que estaban afectando los bosques y cerros “en donde habitan las fuerzas sagradas de la naturaleza”. Invocando el Convenio 169 de la OIT, la Machi Francisca llegó a la Corte de Apelaciones de Temuco y logró detener la destrucción de los bosques. Cinco años más tarde es acusada falsamente de homicidio y ha iniciado una lucha legal que aún no termina y la mantiene bajo arresto domiciliario. Después hablan las compañeras zapotecas de Oaxaca, esposas de presos políticos de Loxichas, que por su participación en la lucha por la autonomía indígena llevan 19 años presos injustamente. Sus esposas nos narran el vía crucis por el que han pasado para exigir su liberación, el racismo con el que son violentadas por el sistema de justicia cuando visitan a sus esposos o hacen trámites en los juzgados. Yo les comparto mi experiencia trabajando con otro tipo de presas políticas: las de la “guerra contra el narco”, las cientos de mujeres indígenas y campesinas presas por narcomenudeo, sin contar con el apoyo de un traductor y sin saber que tienen derecho a un defensor de oficio. Presento el proyecto de la Colectiva Editorial Hermanas en La Sombra, en donde las mujeres están escribiendo, diseñando y publicando sus propios libros para denunciar la violencia penitenciaria y la violencia patriarcal que ha marcado sus vidas. Vemos el documental “Semillas de Guamúchil. Ahora en Libertad”, en donde escuchan a las ex internas hablar del poder de la escritura. Les entrego una colección de sus libros para la biblioteca del Caracol. La cárcel tiene color, nos dicen esas historias, y el racismo marca la criminalización de las luchas indígenas y la falta de acceso a la justicia. En mis recorridos me acerco a escuchar a Citlalli Murillo Cortés, de la Red Nosotras por la Igualdad, de Jalisco, que habla de “La invisibilización del clítoris”. Nos dice que el conocimiento de esa parte del cuerpo se nos ha negado, porque su única función es el placer femenino, no sirve para reproducirnos, ni para orinar. Me entero que el clítoris no tiene el tamaño de un garbanzo, que la pequeña “protuberancia” que vemos es solo la punta, una especie de glande, que internamente se divide en dos partes que pueden medir hasta 7.5 cm de largo y se extienden alrededor de las paredes vaginales. Nos dice que el clítoris tiene unas 8 mil terminaciones nerviosas, y que un orgasmo femenino puede afectar unas 15 mil terminaciones, mientras que el pene tiene solo 4 mil terminaciones. Estoy tan sorprendida con la información y las imágenes que nos muestra la ponente, como las zapatistas. Volteo a ver sus cuadernos y una de ellas está intentando reproducir el dibujo de la vulva y el clítoris que aparece en el cartel. La ponente nos recuerda que la lucha por la vida es también una lucha por el derecho al placer.
Los encuentros tras bambalinas
Paralelamente a los talleres, los encuentros se dan alrededor de la cancha de fut y de básquet, en los corredores, en la cola para pasar a la letrina, en el comedor. Nos encontramos con viejas y nuevas amigas. El contexto se presta para abrir el corazón a la amistad y construir vínculos fácilmente. Me siento un rato con Alejandra, una joven tzeltal que vende café. Me comparte que esa presentación del empaquetado se preparó especialmente para el evento, la etiqueta tiene una joven con trenzas y un paliacate en la boca, y una consiga que dice: Café Zapatista. Solo para mujeres que luchan. Comenta que ella y su familia lo producen, que es orgánico y que son parte de la cooperativa zapatista Yochin Tayel Kinal, “Descubriendo el camino nuevo”. Ella nunca ha salido del Caracol. “No he caminado mucho todavía, pero ya siento como que conozco muchos lados por todo lo que ustedes me han contado”. Estamos conversando, cuando escucho que me llaman, es Manon Vázquez, de la Colectiva Editorial Hermanas en la Sombra. Ninguna de las dos sabíamos que la otra estaría ahí. Nos abrazamos y la presento con Alejandra, las tres platicamos un rato. Manon le cuenta que nos conocimos en prisión, donde yo imparto talleres de escritura, y donde ella pasó varios años sobreviviendo a la violencia penitenciaria. Ahora Manon coordina una casa refugio para jóvenes con adicciones que se llama Mujeres de luz. Me pregunta si creo que puede interesar el trabajo de su centro, trajo información, pero le da pena distribuirla. La animo a compartir, es una “mujer que lucha” y hay muchos oídos para sus palabras. Me encuentro también a Mercedes Olivera, incansable y lúcida como siempre. Un día entero caminamos juntas, de taller en taller, compartiendo reflexiones y entusiasmos. Va acompañada de unas 40 defensoras del Centro de Derechos Humanos de las Mujeres, son mujeres indígenas de los Altos y la Selva que se han formado en la defensa participativa de mujeres en los tres sistemas de justicia: el comunitario, el zapatista y el oficial. La comida es el momento para hacer balances, compartir impresiones. Las promotoras también vienen de distintas regiones del estado y están sorprendidas con la capacidad organizativa de las zapatistas. Las admiran y están felices de compartir sus experiencias. Antes de irnos las zapatistas nos dan a cada una pequeña vela y la consigna de encenderla cuando tengamos miedo, cuando sintamos que la lucha y la vida son duras. Nos dicen que llevemos esa vela a las mujeres desaparecidas y a sus familias. Pienso en las Buscadoras de El Fuerte, en Verónica Rosas de la organización de madres de desaparecidos Uniendo Esperanzas en el Estado de México, en Ana Enamorado de Caravana de Madres Migrantes Mesoamericanas, en las familias de las primas Alvarado, desaparecidas por el ejército en Chihuahua. Nos piden llevarla a las asesinadas, y pienso en Miriam Rodríguez, en Maricela Escobedo y Sandra Luz Hernández, madres de jóvenes desaparecidas que fueron asesinadas por denunciar la impunidad; en Guadalupe Campanur, comunera ecologista de Cherán; en todas las jóvenes de Ciudad Juárez cuyos cuerpos aparecieron en el Campo Algodonero. Nos piden llevarla a las mujeres presas, y de inmediato pienso en Susuki Lee, en Marie Elena Basave, en mis amigas de la Colectiva Hermanas en la Sombra que desde las prisiones femeniles de Atlacholoaya y Michapa, en Morelos, siguen resistiendo. Nos piden llevarla a las violadas y a las golpeadas. Y pienso en visitar a Inés Fernández, en Mariana Selvas y en todas las compañeras de Atenco, y quisiera decirles una vez más que admiro su valor de denunciar a los militares y policías que ultrajaron sus cuerpos, logrando que se reconociera la violencia institucional castrense. Nos piden llevar esta luz a las migrantes, a las explotadas, a las muertas. Nos llevamos la luz que nos compartieron las compañeras zapatistas también en el corazón y sus palabras de aliento en la memoria: “Llévala y dile a todas y cada una de ellas que no está sola, que vas a luchar por ella. Que vas a luchar por la verdad y la justicia que merece su dolor. Que vas a luchar porque el dolor que carga no se vuelva a repetir en otra mujer en cualquier mundo. Llévala y conviértala en coraje, en decisión…”. Ese es nuestro compromiso.
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