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Unas palabras sobre mi papá
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Fernando del Paso, su esposa Socorro y sus hijos en LondresFoto cortesía de Paulina del Paso
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ivertido, emprendedor, fuerte y luchador, como si no hubiera pasado por dos cánceres, un ataque cardiaco, más de 15 operaciones y un tobillo fracturado, el cual lo obligó a estar en cama dos meses sin poder bajar al jardín y asolearse, lo que lo dejó pálido, palidísimo, cómo una muñeca de Pierrot, de ésas que en algún momento coleccionaba mi mamá.

Seguido al borde de la muerte, coqueteando constantemente con ella, cómo si esta cercanía al vacío le fuera necesaria para la creación. Y digo vacío porque mi papá no cree en Dios, ni en el cielo. ¡Si en la tierra ya no cabemos, mucho menos en el cielo!

Aunque cuenta mi mamá que cuando mi papá tuvo su ataque cardiaco a los 55 años, en sus épocas de cónsul general en París, en un momento de dolor le dijo: “Socorro1, veo una luz blanca”. A lo cual mi mamá respondió: Pues cierra los ojos. Luz divina o simple dilatación de la pupila, no lo sé. Sólo sé que ese día, 12 de febrero de 1990, fue uno de los peores de mi vida, ya que por un instante –de esos instantes que parecen durar una eternidad– pensé que iba a perder a mi papá.

Al llegar al hospital, mi mamá –a quién yo jamás había visto llorar– me miró a los ojos mientras una lágrima resbalaba por su cara y me dijo: Tu padre se va a morir.

Tu padre se va a morir. Seis sencillas palabras que juntas y acomodadas de esa forma generan un peso mucho mayor de lo que yo soy capaz de soportar. Y es que las palabras pesan. Pesan más que el contenedor en el que viajaron de regreso a México todos los muebles de nuestra casa de París, 23 años después de que mis papás salieron del país. Incluso pesan más que las propias palabras de mi papá. Más que todas las palabras contenidas en el manuscrito de Noticias del Imperio (copia única) que estuvo a punto de perderse para siempre cuando mi papá lo dejó olvidado por unos minutos en la banqueta de una estación de trenes en París.

¡Qué digo! Esas palabras me pesaron más de lo que soportó Atlas sobre sus hombros: más que el peso del mundo entero. Pero la vida es generosa y, a veces, la muerte es condescendiente. Mi papá no murió aquel 12 de febrero de 1990. Y mi adolescencia pudo seguir su curso normal con un padre cariñoso a mi lado.

Y es que mi papá es como un gato. Y no por dormilón ni por peludo, sino por las muchas vidas que dicen que tienen. Pero no es cualquier micifuz, no es como el de Cri Cri ni como mi gato Molkas, que bauticé con el nombre del mejor amigo de Palinuro. Más bien es un gato como el que tuvimos en Londres y que a veces se le aparece a mi papá en sus sueños. Es un gato inglés porque ellos tienen nueve vidas, dos más que los mexicanos.

Y hablando de gatos, cómo no recordar el gato chesire de Alicia en el país de las maravillas, novela que mi papá siempre me ha dicho que le hubiera gustado haber escrito, así como El Principito. Porque nunca faltan esos momentos en los que uno hubiera querido ser o hacer otra cosa. Pero el hubiera no existe y a mi papá no le gustan las novelas ucrónicas. ¿De qué sirve pensar qué hubiera pasado si a Maximiliano no lo hubieran fusilado en el cerro de las Campanas y si Carlota no se hubiera vuelto loca? Tal vez entonces mi papá no hubiera escrito Noticias del Imperio… Pero son sólo hipótesis y a mi papá le chocan las hipótesis. Así que mejor hablemos de los hechos. Hablemos de mi papá.

Necio, exigente y distraído.

Imposible convencerlo de usar Internet, se niega rotundamente. Detesta las groserías, las faltas de ortografía y las malas traducciones. Si de ver películas se trata no para de hablar, vive en su mundo, al cual es imposible entrar.

Comprometido, trabajador y perfeccionista.

Fiel amante de la escritura. Todos los días, sin falta, se levanta temprano para escribir. Hasta en las camas de los hospitales pide sus manuscritos para seguir trabajando. Siempre con una montaña de libros al lado de su cama, muchos lápices y cajones llenos de mascadas de colores y mancuernillas sin su par.

Trabajando de día y de noche, además de escritor; de locutor, de periodista, de reportero y pintor. Y por si fuera poco, y a pesar de tanto trabajo, un gran papá. Siempre atento a su niña consentida, yo; la más chiquita, el accidente, la reapertura de la fábrica.

Y es qué mi padre, mi papá, father, my pa-pa siempre encontraba un tiempecito para mí; un tiempo para pasear, platicar o jugar golfito. Un tiempo para escribirme cartas de colores en sus viajes, sin jamás olvidarse de traerme un peluche.

Todo era aventura y diversión. Imposible olvidar las noches que pasé durmiendo en la recámara de mis padres en una camita improvisada bajo su mesa de trabajo cubierta por una sábana a su vez detenida con la máquina de escribir. Con los ronquidos de mis papás de fondo, emulando los sonidos de la locomotora de un tren, yo me imaginaba viajando en un vagón del Expreso de Oriente.

En una palabra, o más bien varias, para mi él ha sido sobre todo, un padre. Aunque jamás fue Papa (cómo alguna vez soñó), ni presidente ni cantante de ópera ni el primer hombre en subir el Everest. Desde siempre miró muy alto, algunas veces tanto como para despegar sus pies de la tierra. Pero para mantenerlo aquí, firme y a salvo, siempre ha estado mi mamá. Es imposible no mencionarla.

Dicen que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer, y créanme que es verdad. He visto a mi mamá ser fuerte, entera e incondicional a lo largo de los años. Y su grandeza ha hecho de mi papá un gran hombre.

Si me preguntan, mi papá es grande y no precisamente por su altura. Con su metro setenta mide más que un pigmeo, pero bastante menos que Robert Pershing Wadlow. Y tampoco es que sea grande de lado a lado. Sí ha tenido sus kilitos de más y tiene tantita papada, pero a mi saber jamás ha llegado a cien kilos. Y nunca de los nuncas ha sido tan gordo como Babe Ruth, su ídolo de la infancia.

Y si bien es cierto que ya pasó los 64 de la canción que tanto le gusta de los Beatles, tampoco es grande por su edad. Es grande por todos sus talentos y por su gran sensibilidad artística. Es grande por su generosidad, por su calidad humana, porque a pesar de sus errores, sabe pedir perdón. Es grande por esas imperfecciones que lo hacen profundamente humano. Es grande porque sabe disfrutar de la vida, pero también porque le duele. Es grande porque así como sabe llorar, también sabe reír.

Y si de reír se trata, podría hablarles de las innumerables veces que casi me hago pipi de la risa con las bromas, chistes y juegos de palabras que inventa mi papá. Porque él con las palabras es como un mago siempre malabareando con ellas a su antojo.

Si algo aprecio haber heredado de él es el sentido del humor y el amor por los juegos de palabras. Sin querer ser indiscreta, debo confesar que una lejana tarde parisina se nos hizo de noche inventando chistes flatulentos, historias de gases y vientecillos de esos innombrables y muy apestosillos.

En fin, termino estas palabras diciendo que, antes que un gran escritor, Fernando del Paso para mi será siempre mi papá, mi papacito querido, ese que me cargaba a la cama todas las noches cuando era una niña.

Con todo mi cariño.

Paulina

1 Socorro es el nombre de mi mamá, no un grito de auxilio

Texto escrito en 2008 para Acercamientos a Fernando del Paso, libro publicado por la Universidad de Guadalajara y recopilado por el escritor Dante Medina. Con la autorización de la autora, lo presentamos hoy a nuestros lectores para celebrar 80 años del autor de Noticias del Imperio.