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La defensa del patrimonio y del territorio, signo de los tiempos Armando Bartra La defensa del territorio define una época del movimiento campesindio mexicano. La reivindicación de la tierra es ancestral y sin embargo en los tres lustros recientes los despojos asociados a la neoterritorialización del capital han multiplicado las resistencias. No estamos ante una simple continuidad, sino ante un salto de calidad, una etapa nueva del activismo campesino e indígena. En pocos años el movimiento en defensa del territorio devino nacional. Las concesiones mineras cubren todo el país, los proyectos hidroeléctricos se multiplican y, pese a algunos descalabros financieros, las inmobiliarias siguen en marcha, los cárteles del narco extienden su dominio… así las cosas, también la resistencia se extiende por todo México. No hay estado de la República en que estén ausentes los movimientos en defensa del territorio y sus recursos. El movimiento está en ascenso. Lo que se juega es -literalmente- el negocio del siglo, de modo que las empresas y sus personeros en el gobierno recurren a la represión y si hace falta al asesinato, además de que numerosas comunidades están debilitadas y divididas. Aun así, la defensa de los territorios es una lucha en expansión que el tamaño del reto y la beligerancia de los enemigos no han logrado poner a la defensiva. Las convergencias se van imponiendo a la dispersión inicial. Siendo territorial y respondiendo a diferentes clases de amenazas, la defensa del patrimonio es de arranque una lucha dispersa en la que, sin embargo, comienzan a evidenciarse confluencias regionales y temáticas. Frentes estatales, redes nacionales como el Movimiento Mexicano de Afectados por las Presas y en Defensa de los Ríos, la Red Mexicana de Afectados por la Minería, la Red Mexicana de Acción por el Agua y la Asamblea Nacional de Afectados Ambientales, y abundantes nexos internacionales, entre ellos el que tienen con El Tribunal Permanente de los Pueblos, que ha documentado 300 luchas contra afectaciones del territorio y otros bienes comunes, dan fe de las tendencias confluentes de una lucha aún parcelada, pero sin duda en proceso de unificación. El mismo significado tienen iniciativas dudosas como el Movimiento por la Soberanía Alimentaria, la Defensa de la Tierra y el Agua, los Recursos Naturales y el Territorio, nacido en 2014 en un variopinto encuentro nacional, y compuesto por unas 40 organizaciones rurales, entre las que destaca por estar fuera de lugar la Confederación Nacional Campesina, principal brazo agrario del partido gobernante… que es también la principal fuerza privatizadora. El movimiento emitió un elocuente manifiesto en el que se dice “No al despojo de ejidos y comunidades. No a la devastación de los recursos naturales. Salvemos el agua, el aire, la tierra y el territorio de todos. Derogación total de las servidumbres legales de hidrocarburos”. Cuando un amplio y heterogéneo contingente de organizaciones del campo -del que forman parte muchas francamente clientelares y gobiernistas- se pronuncia contra las privatizaciones, es que los vientos de la resistencia son cada vez más poderosos y de momento a nadie le conviene desmarcarse. La defensa del territorio se politiza. En un país donde el Estado, que por años se presentaba como heredero de “La Revolución”, extendió sus atribuciones a todos los ámbitos de la producción y la reproducción; en el país del “ogro filantrópico” los movimientos sociales se tornan políticos rápidamente, pues a las primeras de cambio se topan con el poder gubernamental. Más aún los campesinos, que por décadas dependieron de papá gobierno para acceder a sus parcelas y a los recursos para cultivarlas. La defensa del territorio también se topa con el gobierno que proyecta presas, carreteras y ductos, y que otorga los permisos para otros emprendimientos, sin embargo en muchos casos tiene como contrapartes directas y mayores a las grandes corporaciones silvícolas, mineras, turísticas, comerciales, inmobiliarias, delincuenciales… y a veces el gobierno aparece como árbitro. No hay tal, la lucha es contra los capitales predadores y contra el modelo privatizador que se impulsa desde el poder, la lucha es a todas luces política y los movimientos más estructurados y participantes en redes lo tienen cada vez más claro. La defensa del patrimonio es un movimiento esencialmente popular. La reivindicación de territorios y recursos es transclasista y multisectorial: una lucha societal que con frecuencia moviliza a todos -o casi todos- los miembros de una sociedad regional, un ejemplo práctico de unidad en la diversidad. Los peligros que se ciernen sobre una región y que amenazan de diferentes maneras a todos sus habitantes, generan respuestas incluyentes pues el riesgo compartido destaca los intereses comunes de quienes viven en un mismo territorio, aun si lo hacen de manera divergente y a veces antagónica. Es sabido que los territorios son ámbitos de enconos, conflictos y rencillas entre quienes tienen intereses y pensamientos encontrados. Pero los territorios amenazados pueden ser también espacios de reconciliación y unidad, donde la pluralidad de saberes y capacidades enriquece y fortalece la convergencia en torno a los intereses de la mayoría. Las luchas territoriales realmente potentes son incluyentes al tiempo que plebeyas y en esto radica su fuerza.
Donde hay cohesión y organizaciones preexistentes el movimiento es más fuerte. Las amenazas graves de por sí movilizan, pero más fácilmente donde los afectados disponen de previas experiencias organizativas, como las de la Unión de Comunidades Indígenas de la Zona Norte del Istmo (Ucizoni) y otras que impulsan en el Istmo de Tehuantepec la resistencia a las eoloeléctricas; la Cooperativa Tosepan Titataniske, de la Sierra de Puebla, que anima la resistencia a minas e hidroeléctricas invasivas; el Frente Democrático Campesino y El Barzón, que se movilizan en Chihuahua contra los pozos clandestinos y el acaparamiento de agua por los menonitas, etcétera. Y es que la defensa del territorio puede ser explosiva, pero por sí misma no genera prácticas y estructuras que le den continuidad a los movimientos. Más allá de los sabidos e inevitables flujos y reflujos de la participación popular, la permanencia de los núcleos básicos depende de que se vaya creando patrimonio organizativo y densificando el entramado social, lo que habitualmente se logra pasando de las emergencias coyunturales a la atención de problemas estructurales. La resistencia en los territorios es campesindia. Tanto los indígenas como los mestizos defienden su patrimonio, pero no es la coincidencia de unos y otros en ciertas luchas lo que hace de ésta una resistencia campesindia. El concepto que propongo no remite a una mezcla de etnias, a una hibridación, sino a la coherente y unitaria identidad política de un sujeto social que, al defender tanto la tierra del que la trabaja como el territorio del que lo ocupa, resiste a la vez la opresión de clase y la opresión de etnia, el capitalismo y el colonialismo. Al reconocerse parte de un actor social de larga duración, gran calado y presencia continental, quienes asumen que al racismo y a la explotación se les resiste en una y la misma lucha, son campesindios, no importan el color de su piel ni su genealogía. Y por la naturaleza de la contradicción estructural que lo genera, el movimiento territorial de un continente colonizado y sometido al capital será campesindio o no será. Sin dejar de apelar a sus raíces el movimiento va mirando al futuro. La preservación del territorio es un combate al comienzo reactivo y defensivo. Por lo general y en su arranque, los movimientos que buscan proteger el terruño y los recursos locales responden a amenazas nuevas que introducen o actualizan contradicciones antes ausentes o sólo latentes. Es por ello que al desatarse generan alineamientos sociales inéditos: convergencias de diversos que antes de la agresión marchaban separados o aun enfrentados. En esta capacidad de unir a los que estaban desunidos está su fuerza, pero para potenciarse los movimientos necesitan hacerse propositivos: generar un proyecto compartido, una modesta utopía. Tal fue el caso de la forestería comunitaria que le dio perspectiva a las comunidades de la Sierra Juárez de Oaxaca que luchaban contra Fapatux; del Plan de desarrollo regional que fortaleció los nahuas de La Montaña de Guerrero que resistían a la presa San Juan Tetelcingo; del concepto de Policía Comunitaria que permitió a las comunidades de la Costa Chica y La Montaña guerrerense recuperar los territorios perdidos por la acción de la delincuencia y las arbitrariedades de la fuerza pública; del proyecto de Turismo con identidad que por un tiempo cohesionó a la Coordinadora Regional de Desarrollo con Identidad (Cordesi) en la Sierra Norte de Puebla. Y en el plano nacional, tal es el caso de propuestas legislativas como la nueva Ley general de aguas, que promueve la Campaña Agua para Tod@s, Agua para la Vida; las iniciativas para preservar nuestro territorio genómico, que impulsa la Campaña Nacional Sin Maíz no hay País; la Ley minera ciudadana; la Ley de consulta popular… Aun sin proclamarlo, el movimiento es anticapitalista. Oponerse al despojo y la depredación, es decir a la violencia expropiatoria con que el gran dinero se hace de las premisas de la acumulación, y resistir su forma destructiva de consumir esos recursos, es poner en entredicho uno de los dos pilares del sistema capitalista. El otro es la conversión de nuestra fuerza vital en mercancía y la explotación del trabajo, cuestiones canónicas que algún día recuperarán la centralidad en el combate libertario que tuvieron durante los siglos XIX y XX. El grado de participación en las luchas por el territorio depende del arraigo. La fuerza y profundidad de los lazos que unen a la gente con los lugares en que habita es lo que le da identidad y razones para luchar. Muchos crecen y hasta florecen en un territorio, pero no todos tienen en él raíces profundas que les permitan resistir el vendaval. Al defender un lugar y sus recursos se defienden muchas cosas: propiedades, intereses económicos, derechos… Pero los movimientos invencibles, los movimientos capaces de sobreponerse a los golpes y las derrotas, son los que defienden al terruño porque ahí tienen fincada su identidad. Y sin identidad nada somos. Por eso la lucha indígena por sus ámbitos ancestrales es tan potente. Arraigo es un concepto denso y complejo en el que identifico tres dimensiones temporales complementarias: pasado, presente y futuro.Profundidad histórica, densidad organizativa y capacidad de convocatoria del proyecto son factores que se combinan en el arraigo; el recurso más poderoso de los movimientos territoriales.El pasado remite a las raíces mítico-culturales de un poblamiento; el presente a la intensidad, solidez y calidad de las relaciones sociales vivas, es decir al grado y tipo de organización de la que disponen los que se movilizan; el futuro a las expectativas que tengan los participantes de poder edificar un mejor porvenir en su territorio, el futuro es la esperanza.Y sin raíces, organización y esperanza, es decir sin arraigo, no hay mucho qué hacer. Para defender los territorios es bueno tener los pies sobre la tierra. En muchos casos se defienden los patrimonios localizados sin hacer énfasis en los espacios agrícolas, no porque la cuestión de la tierra ya pasó y ahora lo que cuenta es el territorio, sino porque a causa del hostil entorno socioeconómico y las políticas públicas desalentadoras, el proyecto campesino para el agro está desfondado. Y esto es alarmante pues la pequeña producción familiar es el sustento más sólido de la ocupación territorial. No todos los pobladores son campesinos que cultivan, pero sin labriegos no hay territorios rurales. Ciertamente los lugares se ocupan, se nombran, se significan, se gobiernan pero si no se cultivan son lugares sin alma. Al respecto, un activista me informa que en una reunión en la Sierra Norte de Puebla, donde se planeaba la defensa del territorio amenazado por hidroeléctricas y minas, alguien comentó que hacía tres años que no se paraba por su parcela, pero que ahora sí la iba a cultivar para que no se la quitaran. La misma idea expresa Ignacio del Valle, principal dirigente del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra (FPDT). El líder atenquense no vive exclusivamente de la agricultura y el pozo que tenía fue clausurado por las autoridades, por lo que ahora depende del temporal para hacer milpa, pero aun así a principios junio siembra algo de maíz y poco después cebada. “Sembramos -dice- para que la gente que ha caído en el desánimo vea que defender la tierra, defender nuestra identidad como campesinos sí tiene sentido”. El movimiento se organiza en redes temáticas que son su fuerza y su debilidad. Las organizaciones rurales nacionales que fueron protagónicas en las oleadas de lucha por la tierra, por la producción, por los derechos autonómicos… hasta ahora han tenido una escasa participación en los combates contra el despojo. Por su parte, las redes que las mismas resistencias locales han construido con apoyo de grupos de la sociedad civil, son convergencias estrechamente temáticas y aunque a veces buscan englobarse como oposiciones a los “megaproyectos”, el hecho es que hasta ahora han servido para visibilizar y procurar solidaridad pero no para mucho más. El movimiento recurre a las movilizaciones, pero estas son casi siempre locales, focalizadas en el problema específico que las provoca y protagonizadas por los agraviados directos y sus acompañantes solidarios. Sin duda la lucha contra las presas, contra las minas, en defensa del agua y contra los daños ambientales mira más allá de sus regiones y hasta se globaliza, pero por lo general lo hace a través de convergencias en red y encuentros temáticos, de modo que su presencia nacional es menos visible que la de otros sectores, como los campesinos organizados, que tienen entre sus usos políticos grandes marchas conjuntas y movilizaciones en la capital de la República. Las organizaciones civiles son los intelectuales orgánicos del movimiento. En la lucha por la tierra de los 70’s del pasado siglo y en los combates por la producción de los 80’s, fue importante la participación de estudiantes y maestros neonarodnikis catapultados por el movimiento de 1968. En la insurgencia de los pueblos originarios a fines de los ochenta y en los noventa tuvieron un papel destacado las organizaciones no gubernamentales, muchas de ellas vinculadas a la Iglesia católica, que para esos años ya proliferaban. Desde entonces el discurso calificado de la “sociedad civil” ha sido inseparable de las resistencias. Acompañamiento en el que encuentro las virtudes de la profesionalización y las limitaciones de su tendencia al patrimonialismo y su propensión a especializarse, impuesta en parte por la lógica de la “cooperación” internacional. Y es que si hay razones para que las asociaciones civiles se enfoquen en un solo tema, no es deseable en cambio la excesiva compartimentación de las diferentes vertientes del movimiento: presas, minas, agua, transgénicos, radios comunitarias...
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