El eterno retorno de
los refugiados guatemaltecos
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Verónica Ruiz Lagier*
En octubre se conmemoraron 30 años del refugio guatemalteco. Los gobiernos federal y de Chiapas hablaron del proceso como un caso exitoso sin considerar que existe un gran número de refugiados que continúan sin recibir la carta de naturalización que México les ofreció desde los años 90. Más grave resulta la condición de los refugiados no reconocidos como tales, que se encuentran en un limbo jurídico; formaron parte de los grupos que regresaron a Guatemala bajo el programa de Retorno Colectivo entre 1993 y 1998, pero que al no encontrar garantías allá, volvieron casi de inmediato sin ningún tipo de documentación.
Las autoridades mexicanas no saben cuántos refugiados no concluyeron su proceso de naturalización, pues nunca sistematizaron la información del Programa de Naturalización de la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE), operado con la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar). Tampoco se elaboró un informe al cerrarse el programa en 2005, y no es posible conocer cuántos quedaron a la mitad o fuera del proceso, muy distinto al de otros asilos como los de españoles y sudamericanos, que contaron con un decidido apoyo institucional para su rápida integración. Claro, el refugio guatemalteco, el más grande experimentado por México, fue de población pobre e indígena. No se trataba de intelectuales sudamericanos o republicanos españoles, que al igual que los guatemaltecos defendían un gobierno legítimo derrocado por un golpe militar. Aquellos fueron recibidos como héroes, y éstos como guerrilleros peligrosos, o población que acrecentaba los índices de pobreza en la región.
Eran campesinos, en su mayoría mayas monolingües, y los funcionarios temían que se identificaran con la población indígena de la zona, y que se unieran en un solo movimiento armado. Pueblos enteros —procedentes sobre todo de Huehuetenango, El Quiché, San Marcos, Chimaltenango, Alta y Baja Verapaz— comenzaron a cruzar la frontera de Chiapas a partir de 1981. México no contaba aún con el estatuto jurídico de refugiado, categoría adoptada hasta 1990. El refugio guatemalteco evidenció las limitaciones de la legislación mexicana sobre el asilo, orientada a situaciones individuales. Sólo se reconocía el exiliado. Los guatemaltecos que huían de la guerra se vieron sometidos a requisitos imposibles de cumplir ante la amenaza de ser masacrados.
En 1980 se crea Comar, y se acepta tácitamente la diferencia entre asilado y refugiado. En 1982 se concedió refugio temporal, estatus que sería otorgado y renovado por el gobierno “si éste lo consideraba necesario”, por lo que el refugiado, a diferencia del asilado, se encontraba en una condición de inestabilidad y zozobra. En 1990 se reformó la Ley General de Población, que reconoció a los refugiados, aunque hasta 2009 se crea el reglamento.
El gobierno mexicano tardó demasiado tiempo en asumir el problema, y respondió a las necesidades básicas de los refugiados sólo después de que lo hicieran la población fronteriza, las organizaciones no gubernamentales y la diócesis de San Cristóbal de las Casas. La aletargada respuesta del Estado se replica en la falta de estadísticas referentes al número de refugiados y de los que sí retornaron.
A partir de 1981 la política militar guatemalteca de “tierra arrasada” causó un flujo semanal de 400 refugiados. En 1984 se registraron 46 mil, y 113 campamentos entre Campeche y Soconusco. Esto sin considerar a los que encontraron refugio en ranchos, ejidos, pueblos y ciudades fronterizas, no registrados por instancias oficiales. La diócesis de San Cristóbal habló de casi cien mil. Las autoridades guatemaltecas consideraban que los campamentos eran bases de apoyo para la guerrilla, de modo que su ejército incursionó en territorio mexicano buscando acabar con los supuestos guerrilleros. El gobierno mexicano decidió trasladar a los refugiados a Campeche y Quintana Roo a partir de 1984, contra la voluntad de gran parte de ellos. Algunos campamentos fueron desmantelados violentamente por la Armada y el Ejército. Las condiciones de traslado fueron tan precarias que el 7.2 por ciento murió al llegar a los “campamentos” de destino, en bodegas. Más de la mitad no acepó dejar Chiapas, y se mantuvieron 60 campamentos a lo largo de frontera; para 1991 eran 124.
Paralelamente, entre 1987 y 1992, más de 7 mil personas regresaron a sus aldeas. A estos primeros retornos se les conoce como “repatriados”; sabían que sus tierras no fueron ocupadas, o que no aguantarían la presión del trasladado. El conflicto armado persistía, y los refugiados discutieron la probabilidad de retornar en forma colectiva y organizada, demandando garantías. En diciembre de 1987 se forman las Comisiones Permanentes de Representantes de los refugiados. Al cambiar el gobierno en Guatemala en 1991, se crea una Instancia Mediadora; sus condiciones fueron aceptadas en 1992 por el gobierno guatemalteco.
No obstante, cuando se les ofreció el retorno, no todos estaban de acuerdo. Aún no existían garantías de que hubiera cesado la violencia de Estado. Continuaban las estrategias contrarrevolucionarias, la inseguridad y la violación a los derechos humanos en las zonas destinadas a la reubicación. Por otra parte, la población que no se refugió en México había tomado posesión de las propiedades abandonadas, dentro de la estrategia militar; parte de la acción del gobierno de Guatemala para desarticular las relaciones de los refugiados con los grupos armados fue instalar a la población retornada fuera de su territorio original.
El retorno no fue opción para los que perdieron sus tierras en la guerra, pues los lugares donde se les pretendía reubicar no contaban con las condiciones para la supervivencia, cuando en México ACNUR había proporcionado a los refugiados miles de pesos en ayuda. Testimonios levantados en las comunidades de origen guatemalteco en Chiapas permiten saber que aproximadamente la mitad regresó en el programa de retorno colectivo.
Comar puso en práctica tres procesos paralelos en la década de los noventa: retorno, documentación e integración. México ofrecía la naturalización, pero también un incentivo económico a las familias que decidieran retornar, o se les amenazaba con negarles los servicios básicos. Guatemala segregó a los retornados en tierras pobres y erosionadas. Fueron recurrentes los casos de traición de los representantes nombrados por los refugiados para organizar el retorno; muchos volvieron a México con lo que acnur y Comar les había pagado.
Se generó un nuevo problema, vigente hasta hoy. Muchos regresaron a Chiapas al ver que no se cumplían los acuerdos de 1992. Miles se convirtieron en indocumentados. Su situación es más precaria ahora, sin reconocimiento jurídico en México ni Guatemala, donde es común que se hayan perdido sus documentos de identidad durante la guerra.
Según Comar se entregaron 10 mil cartas de naturalización. Sin embargo, miles quedaron sin documentos migratorios. Ingresaron 46 mil refugiados, y mil 224 fallecieron entonces. Si se repatriaron 7 mil 200, quedaron unos 37 mil 500: si retornó la mitad, ¿cuántos no finalizaron el proceso? Miles permanecen en México sin huella documental. En 2005 Comar retiró sus oficinas de Comitán, sin evaluación ni seguimiento de los refugiados que no concluyeron su naturalización.
Más grave resulta la problemática de los “retornados” que regresaron a México. Al no tener papeles migratorios, son acosados por los agentes de migración, lo cual les ha dificultado aún más acudir a las oficinas estatales de la sre en Chiapas y dar seguimiento a sus trámites. Existe pues una población en situación de alta vulnerabilidad por la falta de compromisos de los gobiernos mexicano y guatemalteco. Un acto de buena voluntad sería escuchar a la población refugiada, reconocer a los que retornaron y que residen en México como indocumentados: el problema no se resolverá ignorándolo.
*Dirección de Etnología y Antropología Social del INAH