Jornada Semanal, 25 de marzo del 2001 

Arnoldo Kraus

Tamayo por Ingrid.
Rufino por Suckaer
 
 

Arnoldo Kraus hace la crítica de la biografía como género literario y la califica de “hueso duro de roer”. En este ensayo intenta con solvencia aproximarse a las Aproximaciones biográficas de la maestra Suckaer sobre Rufino Tamayo, y las analiza con claridad y espíritu crítico. Sobre este espinoso tema y sobre el interesante y discutible método, Kraus nos dice que “el libro es una autopsia biográfica, cuyas páginas capturan y cuyas líneas devienen incontables rutas”. En él, tanto el pintor como su entorno, viven, crean y mantienen una relación dialéctica de influencias y compenetraciones. En un óleo de Tamayo laten la historia de su país y su historia personal, se entreveran, y de todo esto resulta un conjunto de hechos objetivos y subjetivos y en su centro la idea de la sustantividad independiente de la obra de arte.



Las biografías son huesos duros de roer. Y si se apellidan, peor aún. Al Tamayo de Suckaer se agregó el subtítulo Aproximaciones, que bien podría ser otro apellido. Después de haber escuchado las reflexiones del pintor durante más de cinco años, ¿qué quiere decir la autora cuando escogió, para ella y para el difunto maestro, el espacio infinito que se esconde bajo el rubro Aproximaciones? La conclusión pronta es que ni el artista dijo todo, ni la crítica de arte transcribió todo lo que escuchó. La conclusión lenta es distinta: lo que quedó entre líneas, lo que se anotó, pero no se utilizó, así como las historias no escritas, constituyen espacios aún abiertos.

Aunque las ideas previas se aproximen a la verdad, la realidad podría ser otra. La autora, curadora y oído de los otros yos de Tamayo, sabe –el subtítulo denota mesura–, que deshojar una vida, penetrar un cuerpo y palpar el alma, implican un gran reto. Sabe también que, a pesar de los largos encuentros y los muchos años de escucha, toda vida y toda historia, cuando se convierten en biografía, son sólo fragmentos, sólo pequeñas memorias. El final, o mejor aún, los finales, dependen de los ojos del lector, de las líneas inacabadas y de las palabras que aguardan a ser inventadas. Al hablar sobre seres humanos, las historias definitivas o las biografías que llegan al punto final, son siempre incompletas, están siempre sujetas a la duda. ¿Quién tiene derecho a cerrar el goce de la indagación, el reto de la búsqueda?

Aproximaciones es un tramo largo, una suerte de recorrido inacabado y una serie de caminos que pasean al lector por las vidas de los muchos Tamayos que fue Tamayo. El sendero Suckaer es un curso del arte de la indagatoria, de búsqueda interminable y de penetración. El libro es una autopsia biográfica, cuyas páginas capturan y cuyas líneas devienen incontables rutas. En sus trazos se entretejen el tiempo de un pintor, las historias de una nación y una miriada de momentos que conformaron los magistrales acordes sobre las notas rojas que respiran y suenan, cuando los ojos del paseante se posan sobre el último óleo que pintó Tamayo, El muchacho del violón. El violón y el muchacho sentados, entre los rojos y las pautas que iluminan la portada del libro Rufino Tamayo, nos miran, quizá preguntan y, sin duda, escuchan. Habían transcurrido, antes de que el violón se echara a sonar, más de noventa años desde el nacimiento del artista y su última pincelada. Y había requerido Suckaer casi quinientas páginas para concluir: “Y como Prometeo cautivado por la luz, al entregar su cuerpo al fuego, la persona de Rufino del Carmen Arellanes Tamayo se transformó.”

El libro Rufino Tamayo tiene muchas caras: Rufino no Arellanes sino Tamayo, un indígena con talento, destaca en Nueva York; un pintor para quien la vida es muy corta, un niño oaxaqueño pronto huérfano, un Rufino que era Olga y Tamayo, una persona que fue noventa años, que fue perseverante, que fue el corazón de más de una polémica, que trabajó con denuedo, que supo decir “no” incontables ocasiones y que fue un socialista sui generis. Todos esos rostros son el cuerpo del libro y el alma de una persona transformada en historia. O, también, la voz que contó de sí mismo y se convirtió en el Tamayo de esta aproximación diagnóstica.

Escribe la autora que al morir Tamayo su persona se transformó. El artista fue un ser en constante cambio. Desde la orfandad hasta la muerte el ritmo de su respiración varió. Los pasajes de este relato son espejo de esas mutaciones. Son la prisa para no morir, porque “la vida no es lo suficientemente larga como para realizar todo lo que un ser humano se puede proponer”. O, en la voz del maestro: “Sé que me queda muy poco tiempo para pintar porque mi vida está llegando a su fin [...] Si como dicen, existe una divinidad que creó la vida, me gustaría mucho que me permitiera vivir lo que más se pueda.” No hay duda: hay quienes no tienen tiempo para morir pues les hizo falta tiempo para vivir. Ernesto Sábato, nonagenario, escribió: “Hay días en que me invade la tristeza de morir y, como si pudiera ser la muerte la engañada, me atrinchero en mi estudio y me pongo a pintar con frenesí, confiado en que ella no me arrebatará la vida mientras haya una obra sin terminar entre mis manos. Como si
la muerte pudiese entender mis razones, y yo hacer de Penélope para detenerla.”

Sin saberlo, Tamayo acudió a un diván, en donde parte de su vida fue desmenuzada, movida, escarbada y penetrada. Recorrerse, pensarse hacia atrás, o reparafrasear viejos apartados, es reinventarse. Las memorias son un antídoto contra la muerte y un certificado de defunción en donde la causa del deceso no importa. En donde el diagnóstico inicia en la primera página pero no termina en la foto de la contraportada. El libro es un diagnóstico prolongado, es un ensayo en donde historias y signos, narraciones y síntomas, dan pie a lo que Tamayo quiso contar sobre Tamayo. En él se funden las vidas y anécdotas de una de las figuras imprescindibles del México contemporáneo. La extensa bibliografía que acompaña el texto es fiel reflejo de los diagnósticos de la autora, mientras que los innumerables entrecomillados son las pieles, los recuerdos, los secretos, las voces y las almas de los rojos y los verdes y los amarillos y los pinceles que hablaron largo y profundo.

Leer la caterva de datos y las riquísimas impresiones que circulan por las páginas, es suficiente para entender por qué algunos críticos de arte son también curadores y dueños de la empatía suficiente –transferencia, dirían algunos psicoanalistas–, para hacer que pinceles y lienzos hablen mientras pintan. Al cavilar sobre las biografías, ¿cuánto de cada vida es mentira?, ¿cuánto de lo que se dijo fue terapéutico?, ¿qué, de lo que se comentó, oculta lo que no se quiso decir?, ¿qué lleva, en las postrimerías de la vida, a despojarse de muchos secretos pero no de todos? Una biografía es una aproximación a la vida y una inmensa prueba, para la voz, para la escucha y para la letras impresas que evitan que la muerte sea total.

Tamayo fue Tamayo por elección. Las pérdidas tempranas contribuyeron, sin duda, a cimentar los deseos y el carácter del pintor. Abandonado por su padre cuando muy pequeño, comentó: “Efectivamente, él abandonó a mi madre. Era uno de esos hombres que abandonan a sus mujeres y a sus hijos. Esa es la verdad, él la dejó y ella se quedó sola. Mi madre sufrió mucho.” Poco tiempo después, cuando Tamayo tenía once años, la madre falleció de tuberculosis, enfermedad frecuente en esa época y cuyas fiebres dan paso a los brazos de la melancolía. La orfandad, como destino y herida, marcó muchos derroteros en su vida futura: “Es obvio que el pasado le causaba desazón y desencanto. Acaso las recurrentes experiencias desagradables sufridas a tan corta edad lo hicieron cautivo de recuerdos dolorosos [...] Así, desde su condición de ‘huérfano’, Tamayo se rebeló ante su propia vida y, en plena adolescencia, emprendió su propia senda.” Esas rupturas fueron reiteradas y formaron parte de su arquitectura. Quizá las enfermedades y los dolores que pavimentaron los caminos de las muertes tempranas fueron, también, algunas de las cerdas de los pinceles del maestro.

En otro contexto, al referirse a sus preceptores, recordó Tamayo que cuando tenía tan sólo diecisiete años de edad, “el ambiente en la escuela era muy desagradable. Llegó la ocasión en que preferí salirme a pintar o dibujar en el patio porque sencillamente lo que enseñaban me parecía acartonado”. La desazón del maestro recuerda la de Bernard Shaw, quien dijo: “Tuve que interrumpir mis estudios para ir a la escuela.” En otra ocasión, Tamayo aseveró: “Aunque tuve oportunidad de recibir clases de pintura, preferí no ingresar a ninguno de esos centros porque quería ver el arte con mis propios ojos.”

En sentido similar se expresaba al opinar acerca de los vínculos entre arte y política, discusión por demás frecuente y acalorada en esas épocas. El texto recuerda “que 1925 fue un año de polémica intelectual enfocado hacia distintos tonos de la vida nacional y sobre todo contra las tesis de Ortega y Gasset sobre la deshumanización del arte y los supuestos peligros de la literatura pura”. Como antítesis al filósofo español, Xavier Villaurrutia acuñó el concepto de “arte sin asunto”. Tamayo siempre consideró que la pintura no debía hacer concesiones a la política. Los subterfugios trazados por la autora así lo demuestran. Al cuestionarlo, Tamayo aseguró: “El mundo va hacia la izquierda. Tiene que llegar al socialismo. Y para el arte eso sería benéfico [...] La creación artística sólo puede darse en la libertad.”
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Entre las notas bibliografías y los agradecimientos se nota la ausencia de índice onomástico. Por obsesión o por costumbre, suelo leer con un lápiz en la mano. Al finalizar el libro percibí que el lápiz me había tendido una trampa, pues fue muy abundante lo subrayado. Lo que la autora vio, indagó, viajó, preguntó, oyó y buscó, es fiel reflejo del cuerpo de las biografías profundas. De ésas en las que “casi todo” se dice. De ésas en las cuales uno se vierte y se recrea. En estos legados, las historias, las crónicas, las referencias bibliográficas, las entrevistas, las visitas obligadas y las larguísimas escuchas son fundamentales. Eso es el cuerpo del texto: una Babel biográfica, un caleidoscopio cuyos límites son los colores y las formas, una lectura espejo de una vida llena. Se habla de Guatemala, del pri, de enfermedades, de incontables galardones, de filantropía, del matrimonio, de su museo, del hambre, de amistades, de la falta de hijos, de envidia, de amor, de entrevistas, de historias, y de todo lo que conformó el anecdotario narrado durante cinco años y que resumió una historia que duró noventa.

Concluyo. El índice onomástico no existe pues hubiese sido muy extenso. Tamayo se autodibujó ampliamente en los diálogos y en las historias que conforman su libro. A partir de sus evocaciones, se caminó por las memorias y se hurgó en los pasados y en los presentes. Se horadaron los interminables alter ego del maestro y se habló mucho y de todo. Como el inmenso esfuerzo de esta obra teñida por las cálidas pláticas entre una vida dedicada a la pintura y una pluma que disecó a Tamayo.