Carlos Belaunzarán (1941-1996) pertenece, por edad y también por formación e intenciones, a una generación de pintores que describió su talento en la fascinación del gesto, que se extasía ante su propio talento y cambia radicalmente la forma en que se entiende el fenómeno pictórico. Es la suya una generación que libra una batalla frontal, complicada en el terreno de la circunstancia, contra la retórica del muralismo nacionalista, incluso cuando reconoce el genio de algunos pintores. Desde figuras mayores de lo que se ha llamado la generación de la ruptura -como Cuevas, Gironella o Felguérez- hasta el parteaguas propuesto por Francisco Toledo, conviven una buena cantidad de artistas -como no había ocurrido nunca antes, ni siquiera en los años gloriosos del muralismo-, en donde hay desde las figuras protagónicas hasta los artistas secretos, la confirmación de una tradición que se erige a la vez en radical fractura con los códigos establecidos.
Una nueva figuración o un abstraccionismo a ultranza, una pigmentación diferente,Êun colorido diverso, una soltura del dibujo, un trabajo sobre la técnica, combinaciones en donde las voces y colores se afirman en presente como una promesa, palabra que ya no se pronuncia en futuro.
Esa promesa no tiene sentido en tanto se mantenga como promesa: no se dirige a la obra única y paradigmática sino a la secuencia. Por eso han resultado iluminadoras las retrospectivas de muchos de ellos, y también por eso la secuencia está ligada a la vida de cada pintor, sin importar si son lo convencionales o heterodoxas que se quiera. Hay tal vida en esa pintura que siempre está atravesada por una sensación de inutilidad y de absurdo, la fiesta del color está poseída por la melancolía.
Es como si al mismo tiempo que se descubriera la potencia de la pintura -el talento- se posesionará del pincel no tanto la incredulidad y la desconfianza como la certeza de ejercer sobre el vacío. Pintores de un horizonte infinito se agotan en el enunciado no cumplido de su viaje: hubo algo de obsesiva interrogación sobre formas más apropiadas que escogidas, algo distinto a lo que se llama un estilo.
Belaunzarán perteneció, como se dijo, a una generación muy brillante -contemporáneo, por ejemplo, de Francisco Corzas y Arnaldo Cohen-; tuvo el típico despegue de un joven talento de la época. Pero por muchas razones, desde la incapacidad para relacionarse con el mercado hasta las exigencias esterilizadoras de quien deslumbra a los otros pero se decepciona a sí mismo, no siguió el camino convenido.
Sus primeros cuadros, de mediados de los años sesenta, se insertan perfectamente en un panorama en el que el arte mexicano se descubre cosmopolita, escritores, músicos, teatreros, cineastas y pintores se sentían parte de una familia (por más pleitos que ésta tuviera) y se reconocieron provincianos décadas después.
Se les ha llamado de muchas maneras, generación de la Casa de Lago, de medio siglo, de la ruptura, pero más que el nombre importa saber lo que los cohesionaba, las lecturas compartidas -Musil, Cioran, Miller-, las puestas en escena de Beckett o los conciertos y fiestas, la bebida o la militancia política. Todo eso que en buena medida se acabó en 1968.
Carlos Belaunzarán murió en 1996, a la edad de cincuenta y seis años; ahora, concluida ya su obra aunque aún inconclusa como pintura, promesa que se cumple siendo promesa se dijo antes, vale la pena mirarla con atención. l hacía mucho -al menos dos décadas- que había dejado de frecuentar el mundo de las galerías y los críticos de arte, si acaso algunos amigos admiradores o coleccionistas persistentes seguían pensando en él como un pintor. Es probable que él mismo ya no lo hiciera. Pero seguía pintando, y no dejó de hacerlo hasta el final.
Aislado de ese mundo exterior se ensimismó sin importarle pasar a ser una simple referencia curiosa -si acaso- para las nuevas generaciones de artistas. Algo muy lejano de su carácter fue la práctica de un magisterio. Y si al organizar esta retrospectiva, que se pensó como un homenaje antes que todo de la amistad, surge la tentación de reivindicar esa pintura que permanece en cierto sentido en estado puro, no contaminada por el mundanal ruido, es por que sus cuadros dan pie. Y esa posibilidad se apoya en el hecho de que siguió pintando: no lo dudo, es una afirmación. Pintando, con mayúscula.
No basta pensar que fue la inercia de una facilidad, porque al tener reunidas sus obras y mirarlas con detenimiento, es obvio que no le resultaba sencillo pintar, esa ``facilidad'' sólo existía en el nivel más inmediato, pues sus cuadros muestran, además de mucho trabajo, una gran dificultad de ejecución y una exigencia de sentido. Me atrevería a decir incluso que hay algo de torturado en ellos, de martirio en las trampas impuestas a la pintura.
El color -lo manejaba muy bien- a pesar de su evidencia se vuelve en los óleos y acuarelas, un ocultamiento de su brillo, se pinta sobre lo ya pintado, no tanto una corrección como una voluntad de olvido, y acaba volviéndose testimonio del paso sobre la tela de una inspiración deslumbrante, pero opaca, no perdida sino abandonada. Pisadas de una especie en extinción sobre un mundo -el cuadro- que se desmorona.
El contenido cromático del cuadro es proliferante, selvas de un solo color, humus genitor del cual de pronto y sin advertencia brota alguna forma, es reconocible un gesto, un rostro, un paisaje. El colorido se desprende de lo metálico y camina hacia lo terroso, barra de farmacia -mejor de botica- en donde la tintura se ha oxidado. La herrumbre acumulada es fruto de la paradoja de esa pintura en movimiento, muy nerviosa incluso, que se transforma en inmovilidad absoluta, lava petrificada. El color es ante todo matiz, su pigmentación no está previamente envejecida, pues su calidad es la ausencia de tiempo pero en presente, muy distinto en esto de Tamayo o de Toledo.
Al no haber tiempo no hay estratos geológicos, aunque es probable que en una revisión exhaustiva de la obra de Belaunzarán, la que está en colecciones privadas, no sólo la de la familia, se pudiera establecer una serie de periodos y de constantes, a la vez que precisar una constante estilística, casi diría una monotonía, en donde pinta una y otra vez el mismo cuadro... en distintos momentos, en distintos estados.
Quien vea la exposición podrá poner a prueba la hipótesis inicial: Belaunzarán hizo de la pintura una escritura, y los dibujos aquí reproducidos deben leerse como una frase continua, pero no como una frase descifrable: no la continuidad de la interpretación sino la persistencia en la búsqueda, la inminencia de ese ser que se revelará en su ausencia.
En esa búsqueda, el tránsito de la intuición abstracta -el trazo azaroso- a la figuración reconocible es una lección: lo necesario que es volver a la pintura como una exigencia de la precisión de la mano -el pincel tiene algo de bisturí- pero también una esencial libertad de la mirada. Se trata entonces de un homenaje a la pintura, a la que él hizo, y a la que existe en torno a ella, a una existencia concreta que está no más allá, pero sí en otro lugar, distinto al de la muerte. No se trata de una posibilidad virtual o latente: Belaunzarán no dilapidó sus dones en un ejercicio vacío, al contrario, se concentró en la búsqueda de ese cuadro único que se disemina y se reagrupa en cada cuadro particular.
Al mirar algunos de ellos -fragmentos que no han perdido su condición de totalidad- acuden preguntas sobre el sentido de la pintura misma, sentido que se juega entre el que pinta y el que mira, en donde importa, más que el cumplimiento de la intuición, lo que se crea en el espacio/tiempo de la revelación, el lugar de la epifanía. Ese lugar no sabemos definirlo aunque se le pueda mostrar a través de una conceptualización.
En algunas conversaciones con él me daba la impresión de que el ejercicio teórico le interesaba mucho más como provocación, no quería formular certezas sino dudas, señuelos para desatar una actividad sin un objetivo, ni siquiera el de la enunciación poética. Por eso no lo imagino pintando apoyado en esa facilidad para el dibujo o el color, sino absolutamente en guardia contra el peligro en que veía encarnar esa facilidad. Le espantaba la pintura decorativa, eso sí que era una traición a ese don. Se defendió tanto de caer en eso que ambos, él y su pintura, adquirieron un aspecto si no agresivo al menos angustiado, y que arrastra a quien mira al desasosiego. No es por lo tanto una pintura fácil.
Todo trabajo creador tiene una vertiente dolorosa, por más que nos guste el oficio, donde el exceso de confianza se vuelve una equivalencia del miedo. Belaunzarán se concentró en una pintura que se bastaba a sí misma, que parecía no necesitar al espectador. Y al organizar esta retrospectiva sin duda se violenta esa búsqueda. Una pintura que lo es de tal manera, en tal estado de pureza, que lo que muestra es el ser de la pintura.